lunes, 11 de febrero de 2008

La habitación del abuelo /6

Por Txema Saez

Parte VI

Algo de él llamó mi atención. No era muy grande, ni tampoco pequeño. Lo enfoqué un poco más cerca e intenté moverlo hacia mí. Pesaba. Probé en abrir la tapa; estaba cerrado. Al frente tenía una cerradura metálica. Retrocedí y busqué la llave dorada que había visto en el cajón del escritorio. Aquella no era la que necesitaba. Ni tan siquiera hacía el ademán de entrar. La volví a dejar en su sitio. El baúl cerrado había despertado mi curiosidad. Pensé en forzar la cerradura, pero tenía que buscar algo para hacerlo, y con la linterna... A oscuras... Entré e intenté levantarlo. Pesaba más de lo que había previsto.
Otro intento. Lo conseguí, no sin esfuerzo, y la linterna que había colocado bajo mi axila se precipitó al suelo provocando un ruido seco y se quedó alumbrando a ninguna parte. Dí un paso atrás y mi pie tropezó con la pequeña jamba del marco inferior. Estuve a punto de caer, pero lo que si lo hizo fue el baúl, que hizo retumbar toda la casa.
-Mierda, con lo que me ha costado levantarlo. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Recogí la linterna y al volver a enfocar, para mi dicha, comprobé que la tapa se había abierto, y que de él, desperdigados, aparecían un montón de cuadernos de tapa negra. Todos iguales. Al abrir uno de los que estaban por el suelo, la letra de mi abuelo se mostró ante mí. Clara y firme. Leí dubitativo, pero a la vez ansioso. Parecía una especie de diario. Cogí otro al azar y, de nuevo, la misma letra. Y otro. Y otro. Eran los diarios de mi abuelo. No sé si alguien sabría que los tenía. Yo desde luego no. Observé las fechas y me percaté de que no los escribía de continuo. Había veces que aparecían las fechas de tres días seguidos pero luego podía pasar más de una semana hasta que volvía a escribir. Los recogí del suelo intentando no desordenarlos en demasía y los coloqué delicadamente. Lo arrastre un metro y luego volví a cogerlo. Lo agarré con fuerza para evitar que se me volviera a caer. Salí de la casa encorvado por el peso. Otra vez el abrasador
sol chocó con mi sudoroso cuerpo. Llegué hasta el coche sin detenerme. Lo apoyé en el guardabarros y con la otra mano intenté abrir el portón del maletero. Hice otro pequeño esfuerzo y dejé, por fin, que todo el peso descansara sobre él. Sudoroso y jadeante me senté en el asiento delantero.
El reloj del salpicadero marcaba las cuatro y media. Lo verifiqué con el reloj de mi muñeca. No pensaba que fuera tan tarde. En el interior parecía que el tiempo no avanzaba. Respiré profundamente varias veces y repentinamente el hambre hizo su aparición. Me sequé la frente y arranqué el motor deseoso de que el aire acondicionado hiciera su efecto lo más rápido posible.

0 comentarios: