domingo, 20 de enero de 2008

La habitación del abuelo /3

Por Txema Saez

Parte III

Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la densa oscuridad, pero a mi nariz le costó algo más de tiempo. El olor era fuerte y penetrante, y el calor reinante lo acentuaba aún más. Olía a cerrado, a humedad..., a enfermedad. La casa llevaba deshabitada el año y medio que mi abuelo había estado ingresado en el hospital, aunque los dos años anteriores se los había pasado en la cama. Se negó a ir a vivir con ninguna de sus hijas a la ciudad. Su orgullo se lo impedía y de lo que me alegré. Tan solo dos enfermeras, que se turnaban, y otra criada que lo había sido siempre, lo atendían. Mi abuela había muerto siendo yo aún un crío. Aunque, no sé si alguna vez estuvo viva. La recuerdo callada, asustada y sumisa. Pero también cariñosa y dulce. Triste, pero muy dulce. Miré a un lado y a otro. Todo estaba limpio y ordenado. Tan solo el tiempo había dejado su huella en forma de polvo. Estaba en la cocina donde solíamos comer los más pequeños, siempre enredando y molestando a las criadas. Los mayores lo hacían en el salón principal, pero no lo disfruté más que una vez. Avancé a tientas en busca del interruptor de la luz. Lo encontré pero no respondió. Abrí, no sin esfuerzo, las ventanas de la cocina y la luz llenó todo los espacios de la estancia.. Ahora sí se notaba más la diferencia con mis recuerdos. Todo era más viejo. Hacía tiempo que unos arreglos le habrían venido muy bien. Avancé despacio por el pasillo que daba al resto de habitaciones de la planta baja. Llegué a la altura de la escalera que llevaba al piso superior. Estuve tentado en subir, pero esa no era la razón por la que estaba allí, así que continué avanzando. La luz procedente de la cocina cada vez se hacía más tenue y mis pasos más inseguros. Estaba delante de la puerta, y a pesar de los años, el miedo volvía a apoderarse de mí. Me quedé paralizado. Todos los músculos de mi cuerpo tensos, en alerta; y mi respiración acelerada. Me armé de valor y así el pomo de la puerta. No me opuso resistencia. Casi nunca se cerraba con llave y, sin embargo, era la habitación más segura de toda la casa. La puerta se abrió con un chirrioso quejido y dejó, ante mí, el mayor de los secretos. Me sentía un traidor. Sentía que estaba profanando la tumba de mi abuelo. Él ya no estaba allí pero seguía viendo sus ojos clavados en mí; inquisidores.

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