Por Txema Saez
Parte I
Miro a mi alrededor y no consigo adivinar si las lágrimas que caen por las mejillas de mis familiares más cercanos son de pena y dolor o, por el contrario, son de alivio. Yo no he conseguido soltar ni una lágrima. La relación que tuve con mi abuelo, si alguna vez la hubo, se remonta a mi infancia y a las dos semanas de vacaciones que cada año pasaba en la apartada casa del pueblo. Nunca tuve la impresión de tener un abuelo. No al menos como lo tenían el resto de mis amigos. El recuerdo que tengo de él, es de una persona fría, seria y autoritaria. Es más, que recuerde, nunca tuvo ni una palabra ni un gesto cariñoso para mí ni para ninguno de nosotros, y que decir tiene para con sus hijas. Lo que de crío pensaba que podía ser respeto hacía a él, ahora me doy cuenta que simplemente era un miedo atroz. Ni siquiera cuando, hace un mes, fui a visitarlo y lo vi postrado en la cama y conectado a mil aparatos, sentí lástima ni nada por el estilo. Seguía teniendo en su rostro demacrado y consumido, la misma expresión de dureza y orgullo que hacía 30 años. A sus 82 años seguía siendo la misma persona distante. Parecía como si esperase a la muerte con arrogancia, provocativo, creyéndose superior..., inmortal. Me fui de allí con el mismo recuerdo de cuando hablaba a los criados que tenía en la casa, o a cualquiera de la familia. Sólo cambiaba su gesto adusto, cuando, en ocasiones, se acercaban, hasta la casa, militares, de alto rango, (eso lo he sabido después), con sus grandes coches y su chofer con gorra. Y sin embargo nunca supe a ciencia cierta a qué se dedicaba. Todo lo concerniente al abuelo estaba sumido en un absoluto secretismo, y si preguntabas algo siempre obtenías por respuesta:"eso no es cosa tuya", y sobre todo: "en la habitación del abuelo no se entra, está totalmente prohibido. Ya lo sabes". Sólo una vez atisbé a ver a mi abuelo sentado tras una amplia mesa, cuando uno de sus invitados salió de la habitación para acercarse hasta su coche a por un maletín marrón que al parecer se le había olvidado. Casi me muero de miedo al pensar que me podría haber visto y que me las tendría que ver con él. La verdad es que no sé si me vio o no, pero nunca dijo nada al respecto y a mí jamás se me ocurrió volver a mirar hacia la habitación, ni siquiera cuando estaba cerrada y sabía que él no estaba dentro.
-¿Estás bien?-, me preguntó mi madre en voz baja.
Esbocé una ligera sonrisa y asentí con la mirada.
El coche fúnebre se perdía entre los árboles. Vacío. No sé si más que cuando llevaba a mi abuelo.
Todas las conversaciones de mi alrededor; vacías, falsas. Frases hechas, ninguna sincera. "Es ley de vida", "Así ha dejado de sufrir". Todos callaban lo que querían decir. Hay que ser correcto y respetar a los muertos. ¿No sería mejor respetar a los vivos?
Me estaba asqueando. Tanta hipocresía me exasperaba. También la mía.
Además eran las 7 de la tarde y el calor cada vez era más asfixiante, tanto como el ambiente."Se tenía que morir en agosto, cuando estoy de vacaciones".
-Me tengo que ir-, me excusé con una forzada sonrisa, al tiempo que me despedía con la mano de mis padres.
La huida no fue tan fácil como suponía, la hermana mayor de mi madre me cogió por el brazo y me dio dos besos. Se los devolví y mis labios se salaron al rozarse con las lágrimas secas y huecas de mi tía. Tuve que repetir la escena al menos otras tres veces con el resto de familia que se encontraba cerca.
Es lo que tiene marchar el primero. Maldita sea.
Antes de abandonar por completo el camposanto, por el camino franqueado por cipreses, tras uno de ellos, me fijé en una mujer que contemplaba toda la escena desde la distancia, pero sin perder detalle. Volví la cabeza para reconocerla y su mirada se cruzó con la mía. Sus rasgos me eran familiares pero no conseguía asociarlos con nadie. No me pareció que fuera de la familia, así que me marché sin volver la vista atrás.
lunes, 7 de enero de 2008
La habitación del abuelo /1
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