viernes, 11 de enero de 2008

La habitación del abuelo /2

Por Txema Saez

Parte II

La noche transcurrió calurosa y larga. El sueño, ligero y poco profundo, me despertaba a cada rato, y el reloj avanzaba lentamente, muy lentamente.
Para cuando el primer rayo de luz asomó por la ventana, yo ya llevaba un rato despierto y dándole vueltas a la cabeza. Mi curiosidad de periodista se había despertado ansiosa.
Me levanté, me di una ducha, tomé un zumo de naranja recién exprimido y sin más fui a por el coche.
El pueblo se encontraba a unos 80km. En hora y pocos minutos estaría allí. No faltaba mucho para las 11 cuando llegué al pueblo que comenzaba a desperezarse, pero la casa de mi abuelo estaba un poco apartada; a las afueras tomando una desviación entre los frondosos pinos. En coche no tardaría más de cinco minutos.
Tomé la última curva por el serpenteante y bacheado camino, y ante mí apareció la casa de mi abuelo. Estaba tal como la recordaba, si a caso, le faltaba una lavada de cara, pero por lo demás, todo igual. No así el camino, que el paso del tiempo le había jugado una mala pasada. Siempre fue de tierra, pero ahora esa tierra estaba levantada y en un sitio sí y en otro también los agujeros reinaban a sus anchas y las piedras, ya no tan pequeñas, salpicaban todo el trayecto. Descendí del coche, un tanto nervioso, y me quedé quieto contemplando todo a mi alrededor. Fugaces imágenes volvían a mi mente. Me acerqué despacio hacia la entrada de la casa pero, obviamente, no tenía llaves.
-Cómo pretendía entrar sin llaves-, maldije en voz alta.
En las películas siempre encontraban alguna forma de entrar. Así que comencé a buscar sobre el marco de la puerta. Nada. Bajo un desconchado tiesto, que otrora fue rojo. Nada. Bajo el roído felpudo. Tampoco nada. Estaba claro que eso de encontrar la llave cuando menos te lo esperas sólo pasaba en las películas. Miré a mi alrededor y las dos ventanas de la planta baja estaban protegidas por una verja. Había perdido el tiempo yendo hasta allí. Otro día de vacaciones perdido. Deambulé por la casa y llegué hasta la parte trasera. Seguía estando el mismo árbol, con la misma cuerda, eso sí un poco más vieja y ennegrecida, donde se tendía la ropa, y de donde se colgaba el columpio. Ese sí había desaparecido. El patio de tierra que antes creía inmenso, parecía como si hubiese encogido. La mirada de la niñez es siempre más agradecida. La pequeña ventana que daba a la bodega, era demasiado estrecha para poderme colar por ella. La puerta trasera que antaño siempre estaba abierta, ahora estaba totalmente cerrada, pero si antes me parecía robusta, ahora la veía como una endeble puerta de madera de pino, carcomida y seca por el paso del tiempo.
Di un empujón sin mucha convicción y la puerta ni se movió. Cogí un poco más de impulso y la acción acabó igual que en el caso anterior pero con mi hombro un poco más dolorido. Así que me retiré y aprovechándome de toda mi rabia, propiné un fuerte golpe con la planta de mi pie, y noté como la madera se resquebrajaba. Volví a intentarlo otras cuantas veces y por fin la puerta cedió y la cerradura quedó colgando de ella como un guiñapo en una carreta vieja.

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