sábado, 10 de mayo de 2008

La habitación del abuelo /11

Por Txema Saez

Parte XI

Con la amarillenta luz todo parecía menos especial. Al final, era una habitación como tantas otras. Sólo el recuerdo de lo que allí había acontecido y las fotos colgadas de la pared me hicieron sentir, de nuevo, vulnerable. Abrí la puerta del armario y retiré los trajes sin contemplaciones. Aparté las cajas y corroboré mis intuiciones. Ante mí se encontraba otra puerta muy bien disimulada. Tiré de la manilla. No se abrió. Volví a intentarlo, la primera vez no lo había hecho con demasiada convicción, y esta vez giré el pomo. La puerta se abrió despacio y chirriante. Dentro sólo se veía oscuridad. Me acerqué. Había unas escaleras. Palpé la pared y no vi ningún interruptor ni nada por el estilo. ¿por qué no había cogido la linterna? Descendí muy despacio iluminado tan solo por la claridad que se colaba procedente de la habitación. Bajé uno, dos, tres…, siete escalones. La oscuridad era cada vez mayor. Ocho, nueve… Mis ojos se acostumbraban muy rápido a la penumbra. Mi mano rozó algo. Once, doce…Me detuve; parecía un interruptor. Lo accioné y la húmeda y lóbrega estancia apareció ante mí. Descendí los tres escalones que me restaban. ¿Cuántas atrocidades habían sucedido allí? Una pequeña mesa en un rincón. Una silla en el medio con correas de cuero en su respaldo en el bajo de sus patas; bien sujeta al suelo por unas escuadras de hierro. Argollas en las paredes. Manchas negruzcas cubrían todo, también el suelo, sobre todo alrededor de la silla. Junto a éstas, en la pared, ¿arañazos? Esa era la impresión que daba. Claro que mi mente estaba sugestionada por todo lo que acaba de leer. En realidad podría ser cualquier cosa. Pero, en verdad, sabía que no lo era. Todo lo poco que allí había desprendía un hedor a muerte, rabia, ira, tristeza, angustia, dolor… mucho dolor. Se presentía el mal en cada esquina, en cada recodo…
Salí presuroso desandando el camino que me había conducido hasta el horror. Un horror que llenaba todo mi cuerpo. Un horror que llenaba mi alma y me ahogaba. Un horror que no sabía si alguna vez volvería a irse de mi lado. Salí al exterior, me arrodillé bajo el árbol y lloré desesperado.
Si el mundo supiera todo lo que allí había ocurrido quizá pudiera liberarme de una pequeña parte de la carga que de allí en adelante me había tocado llevar. Sería un pequeño homenaje; un ínfimo gesto de reconocimiento hacía el sufrimiento de todas aquellas personas. Además era periodista. ¿Qué otra cosa podía hacer? Sí, era mi abuelo ¿y?

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